Esta es la historia de un niño que siempre pasaba desapercibido. Nadie se daba cuenta de su presencia y, como la gente normalmente estaba demasiado ocupada para escucharlo, nunca era tenido en cuenta.
Así fue como un buen día, al darse cuenta de esto, decidió irse de su casa.
Se llamaba Octavio porque era el último de ocho hermanos, todos muy parecidos entre sí. Sus dos hermanos mayores: Pedro y Pablo, tenían trece y doce años respectivamente, mas no lo aparentaban pues eran cortos de estatura. Luego estaban los trillizos, que tenían diez años y se llamaban: Diego, David y Daniel. Después venían unos gemelos llamados Armando y Alejandro, que habían cumplido nueve años. Y finalmente había nacido él, que ahora tenía ocho años.
La madre de todos estos niños era una mujer muy cariñosa y buena, que se llamaba Maria María (el primer nombre sin tilde en honor a Mario, su padre, y el segundo con tilde en honor a María, su madre). A pesar de amar a sus hijos, con toda su alma, ella siempre confundía a los unos con los otros. Esto podía comprenderse, pues todos tenían casi la misma estatura: los mayores eran muy bajitos, los trillizos eran un poco más pequeños que los otros niños de su edad, los gemelos tenían la estatura normal, y Octavio, en cambio, era alto para tener sólo ocho años. Cuando estaban todos juntos lo único que Maria María veía era una muchedumbre de niños de tamaños no muy distintos y con caras muy similares.
Ella siempre hacía el esfuerzo por identificarlos, pero normalmente se equivocaba.
El esposo de Maria María y padre de todos estos niños se llamaba Jose José (el primer nombre sin tilde en honor a Jose María, su padre, y el segundo con tilde en honor a Maria José, su madre). Para llamar a sus hijos, Jose José era más práctico. Cuando les hablaba a varios, los llamaba simplemente «niños» o «mis amores» y si estaba con solo uno de ellos, le decía «campeón» o «hijo de mi corazón». De esta manera, todos sentían que eran especiales para su papá y él no se esforzaba en distinguirlos. Al fin y al cabo él los quería a todos por igual.
Tanto Jose José como Maria María debían trabajar mucho para ganar dinero y poder mantener a una familia tan grande. Tenían una pequeña librería, la cual era atendida por Maria María, mientras que Jose José recorría las calles vendiendo enciclopedias y libros por catálogo en bibliotecas, colegios, empresas, o puerta a puerta por las casas de los barrios de la ciudad.
Todos los hermanos estudiaban en el mismo colegio, los dos mayores en un curso y los seis menores en otro, así que la confusión que se daba en su hogar, se presentaba también en el salón de clases. Las profesoras para poder calificarlos les pegaban con cinta, en el pecho, un letrero con el nombre correspondiente, antes de entregar los cuestionarios o revisar las tareas.
Todos los días, Jose José salía a trabajar antes de que los niños se despertaran para ir al colegio. Luego Maria María pasaba por las camas y daba turnos para la ducha. En una bolsa introducía los números del 1 al 8 y en ese orden debían usar los dos baños que había en la casa: los pares en uno y los impares en el otro. Así, cuando organizaba a sus hijos, de paso les inculcaba el gusto por las matemáticas. Mientras unos se bañaban, los otros debían arreglar su cama, recoger sus juguetes, alistar su lonchera y su maletín escolar. Al mismo tiempo, ella preparaba el multitudinario desayuno. Después, cuando llegaba el transporte escolar, Maria María salía por la ventana y hacía una seña para que la esperaran cinco minutos mientras se despedía de sus ocho hijos y les repartía besos y abrazos a todos.
Después que se iban, ella se dirigía a su librería en donde trabajaba hasta el anochecer.
Al volver del colegio, los recibía Jose José quien los organizaba para que hicieran sus deberes mientras él destinaba la tarde para hablar por teléfono con los distribuidores, que le vendían las enciclopedias, y para concertar las citas de trabajo del día siguiente. Cuando los niños terminaban sus tareas, podían buscar un juguete, jugar fútbol en el patio interior o ver televisión hasta que su madre llegara. Así pasaban todos los días.
Un día, Octavio estaba viendo televisión cuando tuvo una idea muy especial y quiso comentársela a alguien. Sus dos hermanos mayores estaban hablando entre ellos y no lo escucharon. Los trillizos jugaban juntos a las escondidas y los gemelos estaban compitiendo en el videojuego. Octavio fue adonde estaba su padre y este no pudo atenderlo porque estaba conversando por teléfono. Se sentó frente a él y lo observó por varias horas mientras terminaba una llamada y recibía la siguiente. Colgaba el teléfono de la casa y entonces le sonaba el teléfono móvil. Entre llamada y llamada, Jose José se acercaba a Octavio, le acariciaba la cabeza y lo saludaba de nuevo, preguntándole cómo había estado en el colegio, aunque sin esperar a que le respondiera.
En cuanto escuchó sonar las llaves en la puerta –anuncio de que Maria María llegaba–, Octavio emprendió una carrera que tuvo como meta los brazos de su madre. Lo llenó de besos y caricias, pero cuando él le quiso hablar, ella le miró la cara y corrió al baño a traer una toalla mojada, para limpiarle la boca que estaba aún sucia por la barra de chocolate que se estaba comiendo en el momento en que se le ocurrió su gran idea. Por supuesto, nadie puede conversar mientras le están limpiando la boca.
Cuando ya la tuvo limpia tomó aire y comenzó a hablar.
–Mami –le dijo agarrándole las mejillas con las dos manos–, hoy se me ha ocurrido una gran idea.
–Ah, ¿sí?, ¿qué idea se te ha ocurrido? –le preguntó. Sin embargo, en ese momento, todos sus otros hijos vinieron a saludarla y ella no pudo poner atención a lo que Octavio intentaba decirle.
Jose José salió del estudio y, aún despidiéndose por uno de los teléfonos, la saludó con un gran abrazo como lo hacía todas las noches.
–Hijos de mi corazón: su mamá y yo tenemos que hablar de un asunto de negocios, muy importante. Así que mientras les preparamos unos deliciosos espaguetis, ustedes vayan a ponerse las piyamas y luego nos reunimos en la mesa del comedor.
Todos salieron corriendo a sus habitaciones, mientras gritaban y discutían los unos con los otros haciendo un ruidaje increíble.
Claro, excepto Octavio que se fue caminando en silencio, mientras pensaba en que esa noche iba a ser difícil comentar su idea con alguien.
Durante la cena, todos querían hablar. Los unos daban quejas de los otros. Algunos contaban, a todo volumen, lo que les había sucedido durante el día. Octavio, en cambio, no quiso abrir su boca más que para comer. Lo que tenía que decir era tan importante que no valía la pena gritarlo en medio de ese mar de bullicio. Las palabras iban y venían por toda la mesa y caían como una cascada sobre su cabeza, golpeándole sus oídos.
Se sentía ahogado y cansado, de manera que sin que nadie se diera cuenta, se levantó de la mesa, se lavó los dientes y se sumergió en las cobijas de su cama a disfrutar del silencio que le brindaba la almohada sobre su cabeza. Pudo entonces volver a disfrutar de su gran idea y mientras la acariciaba en su mente, se fue durmiendo y soñó toda la noche con ella.
Por la mañana se despertó con muchos más ánimos de los que tenía al acostarse.
Pero si tratar de contarle su idea a alguien la tarde anterior había sido difícil, intentarlo por la mañana iba a ser imposible.
Desde la madrugada, la familia se convertía en una máquina en donde todos corrían de un lado para otro: lavándose, buscando su ropa, vistiéndose o alistando sus útiles y materiales. Si alguno se detuviera a conversar, la máquina familiar se trabaría y las labores de todos dejarían de funcionar de manera organizada, con el riesgo de hacer demorar al transporte escolar y llegar todos tarde al colegio.
Fue esa mañana cuando Octavio se dio cuenta de lo desapercibido que él pasaba para los demás y para probárselo a sí mismo, después del desayuno, fue a sentarse entre los muñecos y juguetes de su habitación.
Quería averiguar cuánto tiempo pasaría antes de que alguien lo extrañara y viniera a buscarlo. Sin embargo, pasó el tiempo y nadie vino. Escuchó la bocina del bus escolar, el murmullo de sus hermanos mientras salían a la calle a montarse en él, y el ruido del motor al alejarse. Maria María, su mamá, pronto salió taconeando de la casa, cerró la puerta y nadie vino a buscarlo.
Se había quedado solo en la casa.
Luego de eso, Octavio sintió un salpicón de emociones. Estaba muy enojado por haber descubierto que realmente pasaba desapercibido y también estaba triste por no poder compartir su genial idea. Al mismo tiempo sentía la satisfacción de haberles jugado una broma a todos, pero también un poco de miedo al darse cuenta de que nunca había estado solo.
Entonces sintió que la casa se volvía más grande cuando no había gente.
En ese momento le vino a la cabeza su segunda idea, que no era tan grande ni tan buena como la primera, sino que terminó siendo una muy mala idea: ¡se le ocurrió escaparse de su casa! Sin pensar en nada, agarró su lonchera, abrió la puerta y salió corriendo por la calle como si lo estuvieran persiguiendo. Paraba en un antejardín y se escondía detrás de los arbustos, miraba para un lado y para el otro. Luego emprendía de nuevo la carrera hasta el siguiente poste.
Como si no supiera en el fondo de su corazón que, de todas maneras, iba a pasar desapercibido.
Se llamaba Octavio porque era el último de ocho hermanos, todos muy parecidos entre sí. Sus dos hermanos mayores: Pedro y Pablo, tenían trece y doce años respectivamente, mas no lo aparentaban pues eran cortos de estatura. Luego estaban los trillizos, que tenían diez años y se llamaban: Diego, David y Daniel. Después venían unos gemelos llamados Armando y Alejandro, que habían cumplido nueve años. Y finalmente había nacido él, que ahora tenía ocho años.
La madre de todos estos niños era una mujer muy cariñosa y buena, que se llamaba Maria María (el primer nombre sin tilde en honor a Mario, su padre, y el segundo con tilde en honor a María, su madre). A pesar de amar a sus hijos, con toda su alma, ella siempre confundía a los unos con los otros. Esto podía comprenderse, pues todos tenían casi la misma estatura: los mayores eran muy bajitos, los trillizos eran un poco más pequeños que los otros niños de su edad, los gemelos tenían la estatura normal, y Octavio, en cambio, era alto para tener sólo ocho años. Cuando estaban todos juntos lo único que Maria María veía era una muchedumbre de niños de tamaños no muy distintos y con caras muy similares.
Ella siempre hacía el esfuerzo por identificarlos, pero normalmente se equivocaba.
El esposo de Maria María y padre de todos estos niños se llamaba Jose José (el primer nombre sin tilde en honor a Jose María, su padre, y el segundo con tilde en honor a Maria José, su madre). Para llamar a sus hijos, Jose José era más práctico. Cuando les hablaba a varios, los llamaba simplemente «niños» o «mis amores» y si estaba con solo uno de ellos, le decía «campeón» o «hijo de mi corazón». De esta manera, todos sentían que eran especiales para su papá y él no se esforzaba en distinguirlos. Al fin y al cabo él los quería a todos por igual.
Tanto Jose José como Maria María debían trabajar mucho para ganar dinero y poder mantener a una familia tan grande. Tenían una pequeña librería, la cual era atendida por Maria María, mientras que Jose José recorría las calles vendiendo enciclopedias y libros por catálogo en bibliotecas, colegios, empresas, o puerta a puerta por las casas de los barrios de la ciudad.
Todos los hermanos estudiaban en el mismo colegio, los dos mayores en un curso y los seis menores en otro, así que la confusión que se daba en su hogar, se presentaba también en el salón de clases. Las profesoras para poder calificarlos les pegaban con cinta, en el pecho, un letrero con el nombre correspondiente, antes de entregar los cuestionarios o revisar las tareas.
Todos los días, Jose José salía a trabajar antes de que los niños se despertaran para ir al colegio. Luego Maria María pasaba por las camas y daba turnos para la ducha. En una bolsa introducía los números del 1 al 8 y en ese orden debían usar los dos baños que había en la casa: los pares en uno y los impares en el otro. Así, cuando organizaba a sus hijos, de paso les inculcaba el gusto por las matemáticas. Mientras unos se bañaban, los otros debían arreglar su cama, recoger sus juguetes, alistar su lonchera y su maletín escolar. Al mismo tiempo, ella preparaba el multitudinario desayuno. Después, cuando llegaba el transporte escolar, Maria María salía por la ventana y hacía una seña para que la esperaran cinco minutos mientras se despedía de sus ocho hijos y les repartía besos y abrazos a todos.
Después que se iban, ella se dirigía a su librería en donde trabajaba hasta el anochecer.
Al volver del colegio, los recibía Jose José quien los organizaba para que hicieran sus deberes mientras él destinaba la tarde para hablar por teléfono con los distribuidores, que le vendían las enciclopedias, y para concertar las citas de trabajo del día siguiente. Cuando los niños terminaban sus tareas, podían buscar un juguete, jugar fútbol en el patio interior o ver televisión hasta que su madre llegara. Así pasaban todos los días.
Un día, Octavio estaba viendo televisión cuando tuvo una idea muy especial y quiso comentársela a alguien. Sus dos hermanos mayores estaban hablando entre ellos y no lo escucharon. Los trillizos jugaban juntos a las escondidas y los gemelos estaban compitiendo en el videojuego. Octavio fue adonde estaba su padre y este no pudo atenderlo porque estaba conversando por teléfono. Se sentó frente a él y lo observó por varias horas mientras terminaba una llamada y recibía la siguiente. Colgaba el teléfono de la casa y entonces le sonaba el teléfono móvil. Entre llamada y llamada, Jose José se acercaba a Octavio, le acariciaba la cabeza y lo saludaba de nuevo, preguntándole cómo había estado en el colegio, aunque sin esperar a que le respondiera.
En cuanto escuchó sonar las llaves en la puerta –anuncio de que Maria María llegaba–, Octavio emprendió una carrera que tuvo como meta los brazos de su madre. Lo llenó de besos y caricias, pero cuando él le quiso hablar, ella le miró la cara y corrió al baño a traer una toalla mojada, para limpiarle la boca que estaba aún sucia por la barra de chocolate que se estaba comiendo en el momento en que se le ocurrió su gran idea. Por supuesto, nadie puede conversar mientras le están limpiando la boca.
Cuando ya la tuvo limpia tomó aire y comenzó a hablar.
–Mami –le dijo agarrándole las mejillas con las dos manos–, hoy se me ha ocurrido una gran idea.
–Ah, ¿sí?, ¿qué idea se te ha ocurrido? –le preguntó. Sin embargo, en ese momento, todos sus otros hijos vinieron a saludarla y ella no pudo poner atención a lo que Octavio intentaba decirle.
Jose José salió del estudio y, aún despidiéndose por uno de los teléfonos, la saludó con un gran abrazo como lo hacía todas las noches.
–Hijos de mi corazón: su mamá y yo tenemos que hablar de un asunto de negocios, muy importante. Así que mientras les preparamos unos deliciosos espaguetis, ustedes vayan a ponerse las piyamas y luego nos reunimos en la mesa del comedor.
Todos salieron corriendo a sus habitaciones, mientras gritaban y discutían los unos con los otros haciendo un ruidaje increíble.
Claro, excepto Octavio que se fue caminando en silencio, mientras pensaba en que esa noche iba a ser difícil comentar su idea con alguien.
Durante la cena, todos querían hablar. Los unos daban quejas de los otros. Algunos contaban, a todo volumen, lo que les había sucedido durante el día. Octavio, en cambio, no quiso abrir su boca más que para comer. Lo que tenía que decir era tan importante que no valía la pena gritarlo en medio de ese mar de bullicio. Las palabras iban y venían por toda la mesa y caían como una cascada sobre su cabeza, golpeándole sus oídos.
Se sentía ahogado y cansado, de manera que sin que nadie se diera cuenta, se levantó de la mesa, se lavó los dientes y se sumergió en las cobijas de su cama a disfrutar del silencio que le brindaba la almohada sobre su cabeza. Pudo entonces volver a disfrutar de su gran idea y mientras la acariciaba en su mente, se fue durmiendo y soñó toda la noche con ella.
Por la mañana se despertó con muchos más ánimos de los que tenía al acostarse.
Pero si tratar de contarle su idea a alguien la tarde anterior había sido difícil, intentarlo por la mañana iba a ser imposible.
Desde la madrugada, la familia se convertía en una máquina en donde todos corrían de un lado para otro: lavándose, buscando su ropa, vistiéndose o alistando sus útiles y materiales. Si alguno se detuviera a conversar, la máquina familiar se trabaría y las labores de todos dejarían de funcionar de manera organizada, con el riesgo de hacer demorar al transporte escolar y llegar todos tarde al colegio.
Fue esa mañana cuando Octavio se dio cuenta de lo desapercibido que él pasaba para los demás y para probárselo a sí mismo, después del desayuno, fue a sentarse entre los muñecos y juguetes de su habitación.
Quería averiguar cuánto tiempo pasaría antes de que alguien lo extrañara y viniera a buscarlo. Sin embargo, pasó el tiempo y nadie vino. Escuchó la bocina del bus escolar, el murmullo de sus hermanos mientras salían a la calle a montarse en él, y el ruido del motor al alejarse. Maria María, su mamá, pronto salió taconeando de la casa, cerró la puerta y nadie vino a buscarlo.
Se había quedado solo en la casa.
Luego de eso, Octavio sintió un salpicón de emociones. Estaba muy enojado por haber descubierto que realmente pasaba desapercibido y también estaba triste por no poder compartir su genial idea. Al mismo tiempo sentía la satisfacción de haberles jugado una broma a todos, pero también un poco de miedo al darse cuenta de que nunca había estado solo.
Entonces sintió que la casa se volvía más grande cuando no había gente.
En ese momento le vino a la cabeza su segunda idea, que no era tan grande ni tan buena como la primera, sino que terminó siendo una muy mala idea: ¡se le ocurrió escaparse de su casa! Sin pensar en nada, agarró su lonchera, abrió la puerta y salió corriendo por la calle como si lo estuvieran persiguiendo. Paraba en un antejardín y se escondía detrás de los arbustos, miraba para un lado y para el otro. Luego emprendía de nuevo la carrera hasta el siguiente poste.
Como si no supiera en el fondo de su corazón que, de todas maneras, iba a pasar desapercibido.
hola, yo no entiendo por que si tiene tan "buenas ideas" por que la malloria son malas o por lomenos hasta el cuarto capitulo el de tres ideas supremas una a cido buena por favor respondeme con cariño tatan,
ResponderEliminarposdata:¿por que los nombres son tan ovios?
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarHola "Tatán" jsmaldonado,
ResponderEliminarOctavio es un niño de grandes ideas, algunas buenas y algunas malas. Al igual que cualquier persona, él a veces acierta y otras veces se equivoca, pero lo importante está en si piensa en grande y aprende de lo que le pasa.
En cuanto a los nombres, algunos tienen una lógica, que parece obvia cuando la conoces, pero otros no necesariamente. Por ejemplo, podrías descubrir ¿por qué Corina se llama Corina? Le regalo un libro al primero que lo descubra
Samuel dice que se llama Corina porque el personaje principal se llama Corina.
EliminarQue mentiroso eres Oscar Octavio es bobo
Eliminarporque corina puso un huevo en la cocina . jajaja .. me encanto mucho ese libro .. quiero uno pero aca en cucuta no lo consigo .. lo quiero .. y tenerlo seria mi mayor deseo ....
ResponderEliminarese libro no es gracios
Eliminares muy divertido este libro
ResponderEliminarno
Eliminareste libro tiene muchas cosas divertidas la trama es buena q vuenas ideas oscar.
ResponderEliminarDe:David alejandro guatibonza (bogota)
les cuento que no tengo al alcance l libro todavia pero ya en el colegio le estan dejando tareas a los niños por ejemplo la bibliografia de oscar rodriguez nieto, y la busco en insternet pero lamentablemente no aparece ni la fecha de naciemiento solo aparece los datos personales como de tres renglones que dice que es de la calera cundinamarca y que ademas es ingeniero economista pero me parece muy corta
ResponderEliminarDavid,
ResponderEliminarEspero que no sea tarde para darte algunos datos biográficos adicionales: Nací en Bogotá en 1965, como lo has dicho, estudié ingeniería industrial (1988) e hice una maestría en economía(1991). Soy casado y tengo dos hijas: Ana Canela de 6 años y Maria Abril (recién nacida).
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Casi siempre he trabajado como consultor, es decir asesorando entidades del gobierno y empresas en temas económicos, como por ejemplo: diseñando modelos economicos que permiten predecir las ventas de una empresa o evaluando qué tan buenos han sido algunos programas sociales del gobierno. También he sido desde hace muchos años profesor de universidad. Durante algún tiempo en el siglo pasado fuí asesor de algunos ministros de desarrollo económico y en otra oportunidad fuí miembro de una comisión que se llama CREG que se encarga de hacer las normas para los servicios de electricidad y de gas.
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En la literatura comencé en 1998 cuando escribí la primera parte de mi única novela inconclusa. Luego entre 2000 y 2001 hice algunos cursos virtuales y escribí muchos cuentos. De estos, envié algunos a concursos y dos de ellos obtuvieron mención de honor y un tercero resultó ganador en el concurso Ramón de Zubiría. Cada uno de ellos fue publicado en conjunto con algunos de otros autores. Después estudié un diplomado de novela corta en la Universidad Javeriana me animé a escribir "el niño que pasaba desapercibido" lo envié al concurso Barco de Vapor y quedó en segundo lugar. A la Editorial SM le gustó y quiso publicarlo para Colombia.
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Después de esto cursé una maestría en escrituras creativas en la Universidad Nacional (2008/09) y he escrito otras novelas y cuentos para adultos, jovenes y niños, pero "El niño que pasaba desapercibido" es hasta ahora el único libro de literatura infantil que me han publicado. Ahora también a la editorial SM de México le gustío y lo publicón en enero de 2010.
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Como ves, a pesar de tener algunas canas, soy un escritor relativamente nuevo y pienso seguir escribiendo muchas historias tanto para niños como para jóvenes y adultos.
tengo 8 años y para mi las ideas de un niño a los 8 son geniales si se cuenta con una buena educacion por eso me parecio muy divertido tener hasta el final del libro la expectativa de cualñ era la idea
ResponderEliminarMe pareción un libro muy divertido, uno como niño tiene que soñar y dejar volar la imaginaciòn, que Dios lo bendiga y le siga relagalando mucha sabiduría para que con su aporte le regale por medio de la literatura la oportunidad de ver la vida mejor. El futuro de nuestros niños depende de personas como usted.
ResponderEliminarhola Oscar Rodriguez yo vivo en montelibano. Mis companeros y yo leimos tu cuento y nos gusto mucho. Gracias por las ensenanzas. Mi nombre es Jacob langford. saludos
ResponderEliminarHola Señor Oscar Rodriguez le quiero comentar que su libro me encanta mucho me deja muchas enseñanzas para la vida . GRACIAS
ResponderEliminarMe fascina mucho
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